Desde la división del reino de Israel entre los hijos del rey Salomón, hacia el año 930 a. C., los hebreos habían sido políticamente débiles, y por tanto, se habían visto prisioneros del juego político de las potencias extranjeras, y muy en particular del creciente poderío de los asirios. En 721 a. C., el reino del norte fue aniquilado por las fuerzas asirias. El reino de Judá obtuvo una prórroga, gracias a la guerra entre Asiria y Babilonia, que acabó con la entronización del Imperio Caldeo, pero cuando éste se asentó definitivamente en Mesopotamia, pudo iniciar de nuevo la agresión militarista hacia el oeste. Su rey Nabucodonosor II conquistó Jerusalén en 587 a. C., terminando con la independencia de los hebreos. Por su parte el fastuoso Templo de Salomón, el orgullo nacional de los hebreos, fue completamente arrasado.
A pesar de que se habla del Cautiverio de Babilonia como el destierro total del pueblo de los hebreos, parece ser que este traslado de población sólo afectó a las clases altas hebreas. Los caldeos tenían interés en impedir que resurgiera allí un poder político fuerte, y para eso, "importaron" por la fuerza a la clase dirigente capaz de liderar una revuelta. El bajo pueblo, por su parte, no parece haberse visto mayormente afectado por estos traslados forzosos de población.
La pérdida de su independencia nacional fue un enorme terremoto en la mentalidad de los hebreos, quienes como defensa psicológica dieron el paso del antiguo Yahvismo nacionalista a la religión moderna del judaísmo. Asimismo incubaron las primeras esperanzas mesiánicas, y creyeron que Yahveh los estaba poniendo a prueba para después producir un milagroso cambio en las circunstancias, que traería consigo el final de los tiempos y la imposición del reino judío sobre la Tierra.
A pesar de todos estos sentimientos negativos, parece ser que al menos un grupo importantes de hebreos fue capaz de prosperar. La suerte de los hebreos en Babilonia queda más o menos reflejada en textos bíblicos como los libros de Daniel y Ester, obras ambas que muestran a los hebreos encumbrándose a altas posiciones de confianza de los caldeos. Después del final del Cautiverio, cuando Ciro el Grande los autorizó a regresar a Palestina, una importante comunidad judía se quedó en Babilonia hasta bien entrada la Era Cristiana.
El año 538 a. C., el rey persa Ciro el Grande conquistó Babilonia, destruyó al Imperio Caldeo, y autorizó a los hebreos para regresar a su tierra nativa, dándole a Jerusalén un estatuto semiautónomo, probablemente para tener un "estado tapón" que le sirviera de parapeto contra el por entonces creciente poder de Egipto. El Templo de Jerusalén fue reconstruido, y los hebreos consiguieron mantener un reducto semiindependiente hasta la época del Imperio romano, en el cual fueron dispersados definitivamente.